Maximiliano Cladakis
La mano le tiembla. El sudor que recorre su cuerpo se desliza, también, sobre el frío y oxidado acero. Siente, al mismo tiempo, temor y coraje. El corazón golpea, sobre su pecho, como una ametralladora. No hay tiempo, sólo un presente infinito. El rostro que se dibuja frente a él no es más que una mueca de yeso; los ojos verdes, simples piedras muertas. Esa cosa clara, tersa, limpia, femenina, más femenina que todas las mujeres que conoce, es un cadáver. Su respiración, incluso, parece no existir. Ni los brazos levantados ni la manera en que tiembla todo su cuerpo cambian eso en lo más mínimo. Es un cadáver de pie. Nada más.
Y en ese momento infinito él es alguien. Es el otro quien, por una vez, es nadie. El silencio, la oscuridad, la noche, el imperio de la nada, hacen que la piel rosada y la piel marrón se equiparen. La calidez de un hogar, las risas de un seguro sábado por la noche, la ropa de marca, las chicas lindas, la educación, no tienen significado. Lo único que lo tiene es ese pedazo de metal que los separa y, ahora, él lo tiene. Él gana.
Hay justicia en ese momento interminable, hay justicia en ese momento que él quiere así, interminable. Existe la perfección en medio de la mierda. La basura, la escoria, los desechos, la pasta base triunfan, aunque sólo sea por un segundo. No hay nada fuera de lugar, sólo él, el otro y el metal frío, oxidado, sucio. La arquitectura redentora de un presente perpetuo, sin pasados, sin futuros.
Pero el otro abre la boca. Suplica algo. El silencio se rompe. El tiempo vuelve a transcurrir. Él no tiene más opción. Siente odio. Aprieta los dientes y el gatillo. El otro cae.
Comienzan a oírse gritos. Él se echa a correr. La noche lo engulle y, nuevamente, se transforma en nadie.
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