Maximiliano Basilio Cladakis
Andrés abrió la puerta y entró al bar. Se quitó los lentes de sol; debajo de sus ojos asomaban unas ojeras frutos de una noche alocada, de pequeños excesos. Se pasó una mano por el rostro aún joven para luego mirar a su alrededor en busca de una mesa libre. Había mucha gente, sin embargo le pareció encontrar una en un rincón, pegada a la pared interior, justo frente a una de las cuatro televisiones que poseía el local.
Se dirigió hacia ella pero cuando estaba corriendo la silla para sentarse, una joven bastante atractiva se le acercó. En un tono entre cordial e inquisitivo le preguntó si había hecho alguna reserva. Ante la negativa de él, le explicó que esa mesa poseía una. Le señaló otra aclarándole que era la única que le quedaba. Estaba ubicada en el centro del bar, sólo para dos personas, alejada igualmente de todas las pantallas.
Andrés asintió de mala gana. Fue hasta allí acompañado por la joven, se quitó la campera acomodándola en el respaldo de la silla y se sentó. La mesera le preguntó, en el mismo tono de antes, si necesitaba algo, a lo que él respondió pidiéndole una cerveza. Al marcharse la muchacha, Andrés sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón un paquete de Gitanes. Encendió un cigarrillo y dejó el atado sobre la mesa.
Mientras pitaba echó un vistazo general al bar. Lo primero que llamo su atención fue la cantidad de familias que había, una cantidad mayor que la mayoría de las otras veces. Varias mesas eran ocupadas por matrimonios con sus respectivos hijos. Casi todos los niños llevaban camisetas con los colores del equipo por el cual alentaban, y, si no, al menos una insignia o pulsera con ellos. Había también hombres muy mayores, solos, que fumaban cigarrillos negros mientras bebían vino tinto. Andrés notó la manera en que en sus ojos no se leía la menor expectativa como si supieran que el espectáculo que presenciarían no era más que una sombra de los que vivieron cuarenta años atrás. En algunos rincones, grupos de jóvenes reían y hablaban en forma algo estridente; sin embargo, a él le eran totalmente indiferentes.
La mesera regresó con la botella de cerveza. La dejó sobre la mesa y la destapó. Andrés le dio las gracias sonriendo. Se llenó un vaso cuidando de que no se formase espuma. A los dos tragos, comenzó a sonarle el celular. Atendió, no sin antes dejar de observar por el visor del aparato quien era el que lo llamaba.
Saludó a Fernando, le contó que recién había llegado y que afortunadamente consiguió una mesa. Su amigo le dijo que estaba en camino pero que llegaría más tarde de lo convenido ya que había tenido un inconveniente con su hijo menor, el pequeño Esteban. Andrés le dijo que no había problema, que lo esperaría. Se hicieron unas bromas sobre los posibles resultados del partido; luego cortaron.
Tras esto se volteó hacía la televisión que se hallaba a su izquierda. Al igual que las demás pantallas, esta mostraba a un grupo de porristas agitando los colores del equipo local. Saltaban, gritaban, casi bailaban sobre el campo del estadio, vestidas con unos “shorts” y unos “tops” que dejaban entrever gran parte de sus encantos.
Por unos momentos se dibujo en sus labios una sonrisa melancólica. Recordó que cuando eran chicos, él y su amigo, no podían pasar un día sin verse mientras que ahora se veían un domingo por semestre, en ese bar o en otro que a ambos les quedara a mitad de camino.
Andrés abrió la puerta y entró al bar. Se quitó los lentes de sol; debajo de sus ojos asomaban unas ojeras frutos de una noche alocada, de pequeños excesos. Se pasó una mano por el rostro aún joven para luego mirar a su alrededor en busca de una mesa libre. Había mucha gente, sin embargo le pareció encontrar una en un rincón, pegada a la pared interior, justo frente a una de las cuatro televisiones que poseía el local.
Se dirigió hacia ella pero cuando estaba corriendo la silla para sentarse, una joven bastante atractiva se le acercó. En un tono entre cordial e inquisitivo le preguntó si había hecho alguna reserva. Ante la negativa de él, le explicó que esa mesa poseía una. Le señaló otra aclarándole que era la única que le quedaba. Estaba ubicada en el centro del bar, sólo para dos personas, alejada igualmente de todas las pantallas.
Andrés asintió de mala gana. Fue hasta allí acompañado por la joven, se quitó la campera acomodándola en el respaldo de la silla y se sentó. La mesera le preguntó, en el mismo tono de antes, si necesitaba algo, a lo que él respondió pidiéndole una cerveza. Al marcharse la muchacha, Andrés sacó del bolsillo izquierdo de su pantalón un paquete de Gitanes. Encendió un cigarrillo y dejó el atado sobre la mesa.
Mientras pitaba echó un vistazo general al bar. Lo primero que llamo su atención fue la cantidad de familias que había, una cantidad mayor que la mayoría de las otras veces. Varias mesas eran ocupadas por matrimonios con sus respectivos hijos. Casi todos los niños llevaban camisetas con los colores del equipo por el cual alentaban, y, si no, al menos una insignia o pulsera con ellos. Había también hombres muy mayores, solos, que fumaban cigarrillos negros mientras bebían vino tinto. Andrés notó la manera en que en sus ojos no se leía la menor expectativa como si supieran que el espectáculo que presenciarían no era más que una sombra de los que vivieron cuarenta años atrás. En algunos rincones, grupos de jóvenes reían y hablaban en forma algo estridente; sin embargo, a él le eran totalmente indiferentes.
La mesera regresó con la botella de cerveza. La dejó sobre la mesa y la destapó. Andrés le dio las gracias sonriendo. Se llenó un vaso cuidando de que no se formase espuma. A los dos tragos, comenzó a sonarle el celular. Atendió, no sin antes dejar de observar por el visor del aparato quien era el que lo llamaba.
Saludó a Fernando, le contó que recién había llegado y que afortunadamente consiguió una mesa. Su amigo le dijo que estaba en camino pero que llegaría más tarde de lo convenido ya que había tenido un inconveniente con su hijo menor, el pequeño Esteban. Andrés le dijo que no había problema, que lo esperaría. Se hicieron unas bromas sobre los posibles resultados del partido; luego cortaron.
Tras esto se volteó hacía la televisión que se hallaba a su izquierda. Al igual que las demás pantallas, esta mostraba a un grupo de porristas agitando los colores del equipo local. Saltaban, gritaban, casi bailaban sobre el campo del estadio, vestidas con unos “shorts” y unos “tops” que dejaban entrever gran parte de sus encantos.
Por unos momentos se dibujo en sus labios una sonrisa melancólica. Recordó que cuando eran chicos, él y su amigo, no podían pasar un día sin verse mientras que ahora se veían un domingo por semestre, en ese bar o en otro que a ambos les quedara a mitad de camino.
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