Natalia Paola Manzano
Había una vez una hadita de la nieve que vivía en una triste y oscura zona de confín. Había visto en su vida sólo nieve. No sabía lo que eran los árboles, el pasto, el canto de los ruiseñores, el chapotear del agua en una puesta de sol estival. Todo era blanco, gélido y helado. Todo era muerte y ausencia de color. La hadita había nacido de un copo de nieve el día en el que los reyes se habían casado. Solía la helada lluvía aumentar en ocasión de un solemne festejo, fuera cual fuera, y, cuando esto ocurría, muchas haditas tomaban vida. Sin embargo la nuestra había tenido una indecible mala suerte ya que había nacido en una franja de tierra (aunque, a decir verdad, la tierra no se veía en absoluto por lo mucho que estaba cubierta por esa implacable capa de nieve) situada en el confín entre dos países enemigos y rivales en la que no había ni un alma. Halys, así se llamaba el hada, había vivido siempre sola y no había hablado nunca con nadie. Sólo una vez había encontrado a un armiño y su alegría había sido tan grande como la bóveda celeste, como todos los mares de todos los océanos de todos los infinitos mundos. Sin embargo, dicho sentimiento, se había convertido pronto en decepción y desaliento ya que el armiño se había demostrado increíblemente adusto y maleducado y, cuando ella le preguntó quién era y de dónde venía, le había contestado con un soplo de violencia y rencor seguido por un brinco ágil que lo perdió en el cercano bosque de hielo. Halys era sola y blanca, blanca y sola. Ebúrnea era su piel y cándido su ropaje. Negros como el más profundo mar eran sus cabellos, azules como el cielo frío sus ojos. Cumplía ella su deber con esmero y ἀκρίβεια. Entonaba el canto de la nieve matutina en cada amanecer del sol dando las gracias a la aurora y saludando las somnolientas estrellas. Llegada la noche danzaba por el encuentro del Sol y de la Luna volviéndose viento leve y armonioso. Esta era la vida de Halys y nadie hubiera podido decir si era feliz ya que nadie podía verla.
Una mañana la hadita se despertó de sobresalto gritando como un animal degollado cuyos riachuelos de sangre se derraman por la metálica nieve invernal. Había soñado con un sol candente, no ese astro gris que solía acoger con notas cristalinas, sino una esfera de fuego que había derretido toda la densa capa de los parajes lejanos y cercanos transformándola en algo caliente y húmedo, sumergiéndose en el cual no era posible respirar. “Agua” –dijo en voz alta- “Esa debe de ser el agua ”. Miró a su alrededor y se dijo que había tenido una pesadilla, que la realidad era reconfortante y acogedora y que todo iría bien.
A la noche siguiente tuvo el mismo sueño pero, esta vez, en el medio del agua, flotando y meciéndose, había algo grande y verde: una hoja. Halys se despertó de sobresalto pero sin gritar: estaba feliz. El sueño la había reconfortado como nada nunca había podido hacerlo y, abriendo los ojos y percibiendo la realidad, su corazón fue atravesado por el dolor y el frío. Por primera vez Halys sintió frío. Cerró, pues, los ojos y siguió soñando: en la hoja estaba sentado un joven elfo de piel rosada y sonrisa de sol que le dijo: “Ven conmigo, adonde podrás ser feliz”. Por primera vez Halys sintió calor. El calor y la calidez de otro ser que la llamaba a la vida. Supo que el infierno de hielo se había desvanecido y que había llegado la hora de nacer.
Poiesis, Producción literaria
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lunes, 14 de abril de 2008
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