Poiesis, Producción literaria

miércoles, 9 de diciembre de 2009

El demonio




Maximiliano Basilio Cladakis
                                                                                                   

   La película había terminado hacía rato. Matías ya se había encargado de rebobinar la cinta y de guardarla en su estuche. No tenía nada que hacer. Además, ya era tarde, más de las doce y media. Si bien al día siguiente no tenía que ir al colegio, no era habitual en él acostarse a esa hora. Sin embargo, seguía dando vueltas por la cocina. Giraba en torno a la mesa, se sentaba en una silla, luego se paraba, tomaba entre sus manos el muñeco de capa azul, imaginaba alguna aventura,  luego lo soltaba, y así de nuevo, una y otra vez.  De tanto en tanto, echaba una mirada de soslayo hacia la ventana de la puerta que daba al patio. Acto seguido, verificaba que el pasador estuviese correctamente trabado. El patio le encantaba de día. No era muy grande, pero las macetas y el pequeño jardín eran idóneos para que los soldados de plástico realizasen sus campañas. Sin embargo, a la noche, se le volvía un lugar terrorífico. Las plantas y macetas se convertían en sombras que muchas veces conformaban siluetas de apariencia fantasmal. El limonero adquiría un aspecto escalofriante, como si se tratase de un ser de otro mundo cuyos nudosos brazos podrían abalanzarse en cualquier momento sobre una persona.  Con todo, lo que menos le gustaba era la escalera que daba a la terraza y la entrada al garaje, la cual no poseía puerta. Esos huecos eran como aperturas a un lugar que escapaba de su visión, un lugar de absoluta oscuridad, donde cualquier cosa podía estar escondiéndose. Sin lugar a dudas, hubiera preferido que una pared cerrase todo, que no hubiese nada que no se pudiera ver.

    Esa noche, sus padres se habían acostado temprano. En las últimas semanas, la venta de autos había crecido bastante. Matías no sabía bien como interpretar eso, ya que, por momentos, sus padres parecían alegres, hablaban de las cosas que comprarían, de los cambios que realizarían sus vidas. Pero, por otros, se los notaba cansados y fastidiados; solían decir que el porcentaje de las comisiones era una miseria y que, de seguir así, habría que buscar otro trabajo a la vez que iniciar un juicio por los años “en negro”. A Matías lo confundía mucho esa ambigüedad. Las palabras de sus padres penetraban en él y se cristalizaban en una sustancia cuya consistencia era tan irrevocable como la del acero. Cada afirmación, incluso el juicio más mínimo hecho al pasar, se convertía en una sentencia absoluta, total, eterna. Los cambios de opinión, para Matías, representaban una crisis colosal. Tenía la sensación de que los cimientos del mundo se derrumbaban y que naufragaba en medio de un mar embravecido. Era habitual, por ejemplo, que su madre llegara de visitar a la tía Norma y comenzara a hablar de lo mal que esta tenía a la abuela, de cómo, de seguro, gastaba la pensión de viudez para mantener al vago que tenía por marido mientras que la “pobre vieja” se veía privada de cosas tan básicas como una dentadura decente. Al oír el tono indignado de su madre, al percibir el enojo justificado de sus palabras, la tía Norma se convertía, para Matías, en un ser abominable que merecía todo su odio. Sin embargo, había veces en que su madre volvía y hablaba de la tía Norma como de una victima de los caprichos y de la maldad de la abuela. “Pobre Norma, la vieja es muy jodida”, le escuchó decir más de una vez.  Cuando ocurrían estas cosas, como también cuando sus padres discutían entre sí, Matías intentaba encontrar un sentido oculto a las palabras, algo que, debido a su edad se le debía estar escapando. Se esforzaba por descifrar aquello que subyacía a la aparente contradicción, hasta tal punto de pasar horas enteras en ello. Sin embargo, la mayoría de las veces estos esfuerzos concluían en el fracaso, dejando únicamente una sensación de malestar en el pecho.

     Lentamente, Matías fue decidiendo irse a acostar. Afuera había comenzado a llover, se oía el viento soplando con fuerza y, de tanto en tanto, un trueno quebraba el silencio de la noche.  Con gran meticulosidad, comenzó a llevar a cabo cada una de las tareas que siempre realizaba cuando era él el último en irse a dormir. Destrabó y trabó el pasador tres veces, hizo lo mismo con la llave de la puerta que daba al patio, apagó la hornalla de la cocina, tomó una silla  a la que se subió para llegar a la llave de gas y poder cerrarla y luego acomodó las sillas alrededor de la mesa con la mayor simetría posible. Iba a apagar la televisión pero se detuvo al darse cuenta que faltaba algo. Abrió la puerta que daba al comedor y se dirigió hacia el pie de las escaleras que llevaban a la planta superior. Encendió las lámparas que se alzaban sobre estas y volvió a la cocina. Entonces sí, apagó la televisión y luego la luz de la cocina. Instantáneamente, se echó a correr por las escaleras, resistiendo la tentación de mirar hacia atrás.

   Cuando llegó a su habitación encendió la luz y cerró la puerta. Fue hasta la cama y sentado sobre ella se puso la ropa de dormir. Aún con la puerta cerrada, llegaban hasta él los ronquidos de su padre. Por lo general, no escuchaba los de su madre, o bien, porque ella no roncaba, o bien porque, si lo hacía, su padre lo hacía tan fuerte que la tapaba. Desde hacía un tiempo, estos eran los únicos ronquidos que oía, pero, igualmente, todavía recordaba los de su abuela Olga, la madre de su padre. Aunque no  recordaba solamente los ronquidos sino también las palabras incomprensible que decía en medio de la noche. A veces la abuela también se echaba a reír, otras veces lloraba. Durante el día solía estar callada, sólo pronunciaba algún que otro comentario o se quejaba de algún dolor. Era a la noche cuando ocurría lo otro. Matías al principio pensó que se trataba de fantasmas con los que su abuela entraba en contacto, pero luego escuchó a sus padres hablar de internación, de asilos, de salud mental, de un mal del cual no recordaba el nombre pero que parecía ser algo terrible. “La abuela  está loca”, se decía a sí mismo, aunque sin comprender bien que significaba eso. La locura era, pues, otra “ambigüedad”. Por momentos, sus padres le adjudicaban a alguien el estatus de “loco” con una sonrisa en sus rostros, como si fuera algo bueno, pero, otras veces, en cambio, la palabra adquiría un significado opuesto, casi como un insulto.

   Con el tiempo, lo que eran susurros se fueron transformando en gritos. Su padre se levantaba en medio de la noche, iba hasta la habitación de la abuela y se quedaba un rato con ella hasta que los gritos cesaran. Por esa época, las discusiones fueron aumentando. Matías veía a su madre llorar y la escuchaba diciéndole a su padre que no podían seguir así, que ya no aguantaba más. Incluso, lo mencionaba a él y acusaba a su marido de que todo esto trastornaría a su hijo ya que un niño no podía vivir en una situación así. Finalmente, la abuela se fue. A él le dijeron que la habían llevado a una casa linda, con un jardín grande y lleno de árboles, donde estaría junto a gente de su edad con la que se divertiría mucho. Una vez, Matías había ido con sus padres a visitarla. La abuela estaba sentada en un sillón en medio de algo parecido a un comedor gigante. No habló ni por un momento, sólo miraba la televisión, absorta en la noticias del día. Matías notaba como caía un hilo de baba por la comisura izquierda de sus labios. Cuando su padre se percató, hizo una broma que la abuela no pareció escuchar y la limpió con un pañuelo. A Matías ese sitio lo asustaba y quería irse cuanto antes. Rostros pálidos y demacrados, miradas perdidas en un punto fijo, cuerpos famélicos y arrugados que caminaban, apoyados en bastones, a paso lento, reclinados hacia delante mientras sus espaldas se contorsionaban conformando una joroba deforme. El fin de semana anterior, había visto una película sobre unos muertos que se levantaban de sus tumbas para devorar carne humana. Estas personas se parecían mucho a los seres monstruosos de la película, y, por un instante, temió que se arrojasen sobre él para devorarlo.

   La lluvia se comenzó a transformarse en tormenta. Matías abrió la cama y se metió entre las sabanas. Había decidió dejar la luz encendida. El viento aullaba en la calle y por la ventana de la habitación podía verse cómo se sacudían las copas de los árboles. En el techo comenzó a formarse una mancha de humedad que siempre aparecía en los días de lluvia. Cada vez adquiría una forma distinta. A veces se asemejaba a la figura de una mujer, otras a un perro, otras al rostro de un anciano barbudo, otras no se asemejaban a nada que existiese en el mundo. Matías solía mirarla con atención, deteniéndose hasta en sus menores detalles. Esta vez, la mancha adquiría una forma que hasta entonces no había visto. Se trataba de un óvalo de contornos marrones. Dentro de este óvalo, por su parte, se podían entrever salpicaduras y trazos desparejos. A  primera vista, podía pensarse que se trataba de un caos informe. Sin embargo, si se prestaba atención, se veían claramente los agujeros de los ojos y de la boca, el contorno de una nariz aguileña, unos pómulos salientes y agudos, incluso podía notarse la manera en que el trazo marrón se espesaba alrededor de la boca formando una tupida barba. Fuera del óvalo, arriba de los ojos, dos cuernos de contornos perfectos terminaban de constituir la forma de la figura.

    Matías se quedó mirando fijamente el rostro del demonio por un largo rato. Se dio cuenta que, si bien era la primera vez que lo veía, no sería la última. Por el contrario, estaría con él hasta la muerte y sabía que nada podría hacer para evitarlo. Entonces  se mordió con fuerza el labio inferior mientras un sabor salado se adueñaba de su paladar.











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