Poiesis, Producción literaria

viernes, 11 de abril de 2008

Tumbas

Maximiliano Basilio Cladakis

La mañana era fría y pálida. No había nubes pero el sol se mostraba melancólico, aletargado, más gris que amarillo. Marcelo caminaba con la cabeza gacha concentrando su mirada únicamente en las baldosas que desfilaban bajo sus pies. Llevaba un sobretodo negro que lo cubría hasta por debajo de las rodillas mientras una bufanda azul y una gorra de lana eran los encargados de ocultar parte de su rostro. Al comienzo de su marcha se había sentido un imbecil por haber olvidado los lentes de sol. No podía evitar sentirse observado. De tanto en tanto, echaba un vistazo a las paredes, a las puertas, a los árboles, a esa presencia invisible pero tangible que le devolvía la mirada.

El barrio, efectivamente, estaba ahí, prepotente, emergiendo desde el asfalto, desde el cemento de las veredas, indagándolo de la cabeza a los pies. Cada año encontraba nuevos cambios: una puerta enrejada, un primer piso en una casa antaño de planta baja, un kiosco convertido en remiseria, un Ka ocupando el lugar de un Sierra. Pero el barrio era el mismo, solo que ya no era el suyo.

Hacía diez años que se había marchado y el tiempo había transcurrido de manera paradójica. Por momentos tenía la impresión de que nunca había estado allí y que su vida se reducía a esa década, que todo lo anterior era un devaneo, un origen de lejanía mítica que nunca hubo de ser realmente. Otras veces, por el contrario, parecía que el ensueño eran esos diez años y que la partida no ocurrió sino como mera ilusión. Caminando nuevamente esas cuadras no se sentía seguro de una cosa ni de la otra.

Por primera vez en su travesía se detuvo. Levantó la vista y se dispuso a mirar una edificación de manera directa, sin esconderse. Si bien con cada esporádico regreso volvía a observar ese conjunto de ladrillos y cemento que alguna vez había llamado “hogar”, nunca dejaba de percatarse de que se había hecho todo lo posible para que este perdiera su encanto original. De los incontables “arreglos”, había uno que le llamaba poderosamente la atención. La fachada, que estaba compuesta por unos brillantes bloques de piedra, había sido pintada de blanco. Las marcas de los pinceles se abrían paso sobre las minúsculas partículas de algo parecido al vidrio y que por décadas habían dotado de luz a las piedras. La pintura quería ocultar la edad de las piedras y sin lugar a dudas cumplía su objetivo, siendo el precio a pagar bastante bajo: transformar lo pintoresco en vulgaridad y mal gusto. Marcelo imaginó el momento en que se había “lavado la cara” por primera vez a la casa como una batalla en que las pinceladas
vencieron a aquellas ínfimas gotitas de luz.

- Claro, cuesta menos que pulirlas- se dijo a sí mismo.

Indignado, decidió marcharse, no sin antes prometerse que no regresaría nunca más. Sin embargo, sabía que, como siempre, volvería a romper su palabra. Aquellas tumbas, y aquella tumba en particular, lo atraían de manera sádica e ineludible, más que ninguna otra cosa en el mundo.


















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