Poiesis, Producción literaria

lunes, 30 de noviembre de 2009

¿Qué pasó con Mosca?

                                         


Un homenaje a El Eternauta


Julio Paz

Maximiliano Cladakis



Ya era de noche. Hacia más de una hora que estaba solo en el consultorio. La pobre Mariana me había ofrecido quedarse un rato más; pero me negué y la mandé para la casa. No había mucho que una secretaria pudiera hacer; era yo el que debía terminar de ordenar los estudios. Además, estaba muy cansada, se le notaba tanto en la mirada como en el tono de voz. No era para menos, llevaba haciendo horas extras casi un mes. Yo también notaba el desgaste. Había mucho trabajo. La ola de frío que azotaba Buenos Aires estaba causando estragos y las obras sociales derivaban gente a los consultorios privados. Venían en aluviones. Además del frío, la paranoia generada por la epidemia de gripe hacía que las personas realizasen consultas médicas por sólo dos estornudos. Si bien el beneficio económico era importante, me encontraba sumamente agotado. Por otra parte, también estaban Adriana y Romi. No pasaba el tiempo suficiente con ellas. El día anterior, con Adriana, habíamos cumplido ocho años de casados y apenas pudimos tomar una copa de vino antes de que quedara, más que dormido, casi muerto en el living.



Alrededor de las nueve y media, me levanté de la silla y caminé por la habitación. Sentía la necesidad imperiosa de estirar un poco las piernas. Di un par de vueltas alrededor del escritorio y la camilla; luego me detuve frente a la única ventana del cuarto. A unas cuadras se encontraba la Avenida Rivadavia. El consultorio estaba en un noveno piso; desde aquella altura solía ver el transitar ininterrumpido de colectivos, autos y peatones. Fuera la hora que fuera, día de semana, sábado, domingo, feriado, siempre había gente. Pero no entonces. Salvo algún ´53 o 133, o algún taxi solitario, no había nadie. El frío y la gripe, habían transformado la Paris de Latinoamérica en un desierto. Volví a tomar asiento, quería terminar lo antes posible y regresar a casa.



Habría pasado una media hora. Me hallaba examinando los valores de un exudado de fauces, cuando, repentinamente, un destello de luz brilló frente a mí. Solté los papeles y miré hacía el lado opuesto del escritorio. El contorno de una figura humana comenzaba a perfilarse en la silla donde solían sentarse los pacientes. Me froté los ojos, creyendo, por un segundo, que se trataba de una visión causada por el estrés. Sin embargo, mi creencia era infundada. Cuando volví a mirar, la figura seguía ahí, pero ya no se trataba de un contorno informe, sino que, por el contrario, se había materializado en una figura concreta.



Me quedé en silencio, incapaz de pronunciar palabra alguna e incapaz, también, de realizar el más mínimo movimiento. La situación se asemejaba a la escena de una película de terror o ciencia ficción. Un hombre, surgido de la nada, se encontraba frente a mí. Además, parecía tratarse de un demente. Agitaba los brazos como si quisiera apresar el aire mientras movía la cabeza hacía todas partes lanzando chillidos incomprensibles Hice un esfuerzo por salir del estupor. Me levanté de la silla y, sólo entonces, pareció percatarse de mi existencia.



- ¿Dónde estoy?- preguntó con la voz entrecortada.



No respondí su pregunta. Nuevamente miró hacia todas partes con una expresión de terror atravesando su rostro de punta a punta. Su vista pasaba vertiginosamente del techo al suelo, del suelo a las paredes, y así varias veces. Se levantó, de súbito, de la silla y comenzó a gritar de manera desesperada. Arrojó al suelo las cosas que había sobre el escritorio, carpetas, historias clínicas, una lámpara y un portarretratos con la foto de Adriana y Romi. Yo me eché hacia atrás y casi me fui al piso al tropezar con mi silla. Unos segundos después, dejó de gritar, apoyó sus manos sobre el escritorio, con la cabeza gacha y respirando en forma agitada. Volvió a preguntarme donde estaba, a lo que esta vez agregó querer saber en que año nos encontrábamos. Esta vez le respondí.



- Estamos en Buenos Aires, es el año 2009 - dije.



Al escuchar mis palabras, me miró con aire extrañado. Se quedó un momento en silencio, pensativo. Entonces lo observé con mayor atención. Era un hombre de unos cuarenta y cinco años, delgado y de aspecto débil. Llevaba la barba a medio crecer, debajo de sus gafas asomaban unas profundas ojeras que evidenciaban un cansancio extremo. La ropa que vestía, además de encontrarse sucia y hecha jirones, parecía sacada de una película de los años ´50 o ´60: una bufanda negra, una cazadora que le llegaba a los muslos, mocasines parecidos a los que usaba mi padre en las fotos de su juventud.



Volvió a gritar. Luego, se arrojó sobre el escritorio y me tomó fuertemente de los hombros. Decía cosas incomprensibles. Quería saber que había pasado con la “Invasión”. De manera caótica nombraba a los “manos”, a los “Ellos”, a la “nevada mortal”. No tuve dudas que se trataba de un demente. Quise librarme de sus manos, pero era más fuerte de lo que parecía a simple vista. Me apretaba de tal manera que sentí mis músculos deshacerse bajo sus dedos.



- ¡Basta! ¡Usted está loco! ¡Está hablando de una historieta! ¡No hubo ninguna invasión! ¡Suélteme! – Grité y él, finalmente, me soltó.



Me apoyé contra la pared y me froté los hombros con las manos. Él retrocedió unos pasos, hasta la camilla. Se sentó en ella. Estaba aturdido. Ocultó el rostro entre las manos y me dio la impresión de que estaba llorando. Al verlo de esa manera, el temor fue cediendo a la compasión. No se bien porqué pero tuve, en ese momento, la certeza de que no se trataba de un sujeto peligroso. Acomodé mi camisa y fui a su lado.



Continuaba hablando sobre la “Invasión”, decía que, hasta hacía unos minutos, se encontraba en 1957 y que no comprendía porqué, de repente, se vio a más de cincuenta años en el futuro. Comencé a hablarle con la intención de calmarlo. Le dije que lo ayudaría, que tenía psiquiatras amigos y que, con el tratamiento adecuado, volvería a estar bien. La “Invasión”, los “Ellos”, los “manos”, no eran más que el fruto del genio de Oesterheld. Le confesé que había leído la historieta de niño y que me había impactado mucho. Le conté, también, la manera en que jugaba a ser Juan Salvo, la forma en que me imaginaba recorriendo la Buenos Aires cubierta por la nieve mortal, equipado con el traje de buzo, y preparado para enfrentar cualquier peligro, tanto si se trataba de algún otro sobreviviente deseoso de robar las provisiones de mi grupo, como si se trataba de los “cascarudos gigantes”.



Volvió la vista hacia mí.



- ¿Una historieta? No entiendo lo está diciendo- dijo- Yo estuve ahí. Estuve con Salvo y los demás. Mi tarea era documentar lo que pasaba, dejar asentado para la posteridad los detalles de nuestra lucha. Claro, siempre y cuando hubiese una posteridad. Al principio estaba seguro de ello, luego ya no. Yo estuve ahí- repitió- En la batalla de la cancha de River, en la del Congreso. Vi el mundo destruido, la nevada mortal, las calles cubiertas de cadáveres, la esclavitud de los “Manos”. Vi todo… ¡todo!



Volvió a guardar silencio. Bajó la mirada y la clavó en sus manos. Me di cuenta, entonces, que ese hombre creía ser “Mosca”, el frustrado historiador que aparecía en la historieta. Por primera vez, me atreví a tocarlo. Palmeé su espalda a la vez que me sentaba a su lado. Intenté que volviese a la realidad.



- Escúcheme… Mosca era un personaje de la historieta. Miré, si usted fuese ese personaje, no podría estar acá. En la historieta, a Mosca lo habían convertido en uno de los hombres robots ¿Recuerda?



- Dice eso porqué no sabe lo que pasó después- respondió sin dejar de mirarse las manos- Es cierto que me habían capturado y que me obligaron a empuñar un fusil cuya culata tenía el teledirector, ese aparato que usaban los “manos” para controlarnos. Pero lo que ocurrió más tarde fue que, sorpresivamente, a todos los que fuimos convertidos en hombres robots, nos sacaron ese aparato; porque los verdaderos objetivos de esa supuesta invasión eran otros… Recuerdo que ya nos habían sacado el teledirector y nos estaban haciendo experimentos. Fue en una de esas ocasiones, cuando junté valor y pude escaparme. Y al entrar a la astronave moví al azar varias palancas. En ese momento, todo comenzó a distorsionarse a mi alrededor y después aparecí aquí



Hizo una pausa y me miró nuevamente.



- ¿Sabe que buscaban los “Ellos”?- continúo- En todo momento nos ponían a prueba porque querían procrear. La nevada, los cascarudos, los gurbos, no eran otra cosa que pruebas. Evaluaban qué raza era la óptima para formar una nueva raza de “Ellos”. Éramos sus conejitos de indias.



Guardé silenció. Por más que intenté disimularlo, mi rostro habrá expresado tanto mi incredulidad y mi idea sobre su locura que él se percató de mis pensamientos.



- Sé que no me cree. Lo puedo ver en su mirada. Piensa que estoy loco. Sin embargo, ¿Cómo es posible que haya aparecido en este consultorio, frente a usted, así, de la nada? Otra cosa… mire…



Se levantó las mangas de la cazadora y me mostró los brazos. Eran normales, no había nada extraño en ellos. Sin embargo, él los mostraba como si fueran portadores de una maldición indecible.



- Pero todavía no le conté lo peor- volvió a hablar mientras se bajaba las mangas de la cazadora - ¿Quiere saber de quienes descienden los “Ellos”? Un escritor norteamericano de cuentos de terror del 1900, admirador de Poe, conocía a esos seres…Yo los vi y escuché sus voces…. eran unos sonidos guturales e inhumanos…decían algo así como “tekeli-li”…



Al pronunciar esa última e ininteligible palabra se echó a llorar. Una vez más, presa del horror, miró sus manos y brazos.



- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó.

Mi profesión me había enseñado a lidiar con la enfermedad y hasta con la muerte de las demás personas; sin embargo, la locura siempre me afectó. Más de una vez, afirmé que jamás podría haber sido siquiatra. Al ver a ese hombre estallar en llanto, victima de una locura probablemente incurable, no pude evitar convulsionarme. Quería hacer que se calmara, pero no sabía cómo. Me sentía absolutamente impotente.



Apoyé mi mano en su hombro pero él me la quitó con un gesto brusco e instintivo. Se paró frente a mí.



- ¡No puedo vivir con todo esto! ¡No lo soporto más!- gritó nuevamente.



- ¡No es una historieta! ¡Ojala lo fuera! ¡Lo que pasó en mi realidad también puede pasar en la suya! ¡Los “Ellos” están en todas partes!

Apenas terminó de pronunciar esas palabras miró hacia la ventana. Adiviné su intención, pero fue demasiado tarde. Cuando me levanté, ya se había arrojado por ella haciendo estallar los vidrios por todas partes.



Al cabo de unos minutos llegó la policía. Me tomaron declaración, pero no creyeron lo que dije acerca de la inexplicable aparición de ese hombre. Dijeron que me encontraba en estado de shock por la irrupción de un psicótico en mi consultorio. En cierta medida, me convencí de que tenían razón. A eso habría que sumarle el estrés producido por el exceso de trabajo. Cansancio y miedo, eso es lo que había pasado. La teletransportación sólo existe en las historietas de ciencia ficción. Si mi mente me estaba jugando una mala pasada, debía tomarme unos días de descanso. Creí que eso era lo que me hacía falta, estar en casa, con Adriana y con Romi, disfrutar de mi familia como cualquier otro hombre. Así fue. Si bien por momentos recordaba con escalofríos lo que había ocurrido, sólo era por unos minutos. Escuchar las risas de mis dos amores me devolvía a la realidad, una realidad donde no había invasiones extraterrestres ni locuras de ese tipo. La ola de frío continuó y los muertos por la epidemia de gripe se contaban por miles; sin embargo no me importaba. Sólo me importaba volver a estar bien.



Así fue, dije, pero sólo por una semana. Tenía un colega amigo que trabajaba en la morgue al cual le pedí un favor. Le había pedido que sacara unas radiografías de las manos y brazos del demente que se creía Mosca y hoy a la tarde me las entregó. Recién ahora, mientras ellas duermen, me atrevo a verlas. Jamás me topé con algo así en mi vida, es inhumano, antinatural, la broma grotesca de un dios demente. Las radiografías muestran una enorme cantidad de pequeñas formaciones óseas que recorren los costados de la mano y del brazo. Son como pequeños dedos en formación que emergen por centenares. Siento que el mundo se vuelve una pesadilla, quiero salir a la calle, huir hacia cualquier sitio, evitar perder la cordura.



Pero, cuando abro la puerta de calle, me doy cuenta, con horror, que ha comenzado a nevar.

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