Poiesis, Producción literaria

jueves, 27 de noviembre de 2008

La partida


Maximiliano Basilio Cladakis

Damián se levantó de la silla. La música seguía alta. Sobre el pequeño y humilde escenario un guitarrista, un tecladista y un baterista continuaban tocando sus instrumentos. La mayoría de la gente también comenzaba a pararse. Mientras retiraba el sacón de cuero negro del respaldo de su asiento, la anciana que estaba a su lado se le acercó y lo abrazó. Damián sonrió y también la abrazó. La anciana le susurró, conmovida, unas incomprensibles palabras al oído. Luego se separó de él, le tomó el rostro con las manos y le besó ambas mejillas.

Tras separarse de ella, Damián se dirigió hacia las mesas que se encontraban sobre el ala derecha de la entrada, a unos pocos metros de la puerta de dos hojas. Tres tablones de madera montados sobre unos caballetes también de madera se encontraban cubiertos por manteles dispares. Unos eran azules con recuadros negros y blancos, otros rosados con rombos anaranjados, otros blancos con flores bordadas con hilos del mismo color. Sobre ellos reposaban vasos de plásticos, termos con café y té ya hechos, platos con bizcochuelos, pasta frola y tartas de ricota, botellas de gaseosas, principalmente de sabor a cola o a lima limón, sándwiches de miga, empanadas y algunas pizzas caseras.

Un hombre lo vio y le hizo señas para que se acercara. Tenía alrededor de cincuenta años, llevaba bigotes negros y en su cabellera ya empezaban a asomar algunas canas. Era alto y robusto, de cuello ancho y de mandíbula prominente, un hombre fuerte, sin lugar a dudas. Damián fue hacia él. Este le estrechó la mano y palmeó su espalda con afecto. Ambos se “dieron” bendiciones. Damián le preguntó por sus “cosas”, trabajo familia, etc. El hombre le señaló hacia el otro rincón del recinto, frente a los parlantes, al lado del escenario. Ahí estaba su mujer, o la “gorda” como él la nombró, y junto a ella estaba “la nena”, una adolescente de diecisiete años. “Gracias a Dios está todo bien, hermanito”, dijo.

Hablaron un poco hasta que otro hombre se les acercó. También rondaba los cincuenta años. Saludó a ambos, sin embargo, su insipiente charla se dirigía principalmente al de su edad. Damián no los quería incomodar. Apenas tenía veintiocho años, era lógico que ellos tuvieran más cosas en común, más temas de charla. Saludó tímidamente, diciendo “después nos vemos”. Ambos sonrieron. “Después nos vemos, hermanito”, le dijo el hombre de bigotes.

Damián llegó a la mesa. Saludó a unas mujeres mayores que le invitaron a que se sirviera lo que quisiera. Él aceptó la invitación sin reparos. Tomó un termo con café y se sirvió en un vaso de plástico. Le agregó dos cucharadas de azúcar, para luego tomar una porción de tarta de ricota. Mientras comía y bebía se dispuso a mirar a su alrededor. La música ya no sonaba. Los músicos se encontraban guardando sus instrumentos. La gente se reunía en grupos de cuatro o cinco personas. Hablaban de los temas más diversos, algunos reían, otros mantenían una expresión solemne. Las edades eran también muy diversas. Adolescentes, adultos, ancianos. Había, además, muchos niños. Corrían y jugaban entre el centenar de sillas vacías. En su mayoría eran gente humilde, aunque hubiera algunas personas de clase media. Con todo, vestían de manera impecable. Muchos hombres llevaban traje; y si no, camisa y pantalones bien cuidados. La mayoría de las mujeres llevaban polleras largas y alguna blusa o pulóver. Tal vez se tratase de prendas baratas, pero se veía un esfuerzo por vestirse lo más elegantemente posible, a pesar de las dificultades económicas. En total serían alrededor de ochenta personas. El recinto era amplio, de techo alto. Paredes blancas, adornadas, aquí y allá, con carteles en donde se hallaban escritas algunas frases bíblicas. Había mucha luz y varias estufas se encontraban prendidas para contrarrestar el frío invernal. Al fondo del lugar, sobre el escenario, había un púlpito transparente. Detrás de este se alzaba, imponente, una cruz de madera de unos dos metros de altura, sobre la cual se erguía un deslumbrante manto rojo.

Damián estuvo así unos momentos hasta que vio a un joven aproximarse a él. Entonces fue a su encuentro y se abrazaron fraternalmente. El joven era algo más chico, unos ocho o nueve años, era delgado y alto, de pelo castaño y con un rostro poblado de barros. Luego de preguntarse mutuamente las cosas de rutina, el muchacho le avisó que el sábado siguiente habría una reunión de jóvenes y que si quería podía invitar a algún amigo. Damián le respondió afirmativamente. Tras esto el muchacho le dijo: “Vayamos para allá, donde están los chicos”. Damián apuró de un sorbo lo que le quedaba de café, engulló de un solo bocado el pedazo de tarta que aún tenía en su mano y lo siguió.

Se trataba de cinco jóvenes de entre dieciocho y veinticinco años; tres mujeres y dos varones. Damián y el otro muchacho se incorporaron al grupo tras saludarse. Se unieron a la charla sin dificultad. El tema central era la reunión del siguiente sábado; sin embargo, eso no implicaba que no se hablara de otras cosas. Cuestiones de estudio, de familia, algún que otro chiste inocente, alimentaban los asentimientos y sonrisas. Damián no hablaba mucho, pero hacía de tanto en tanto algún que otro comentario. Sonreía casi todo el tiempo, incluso, por momentos, lanzaba una tímida carcajada. Su atención recaía principalmente sobre una de las jóvenes. Se llamaba Florencia, tenía diecinueve años, y, si bien no poseía una gran belleza, toda su persona inspiraba una calidez indecible. La atención de ella también recaía sobre él. Sus miradas se entrecruzaban y Damián se daba cuenta de ello. En un momento el pastor fue a saludarlos y les recordó que dentro de un mes había bautismo. Damián le dijo que lo sabía muy bien ya que ese día él sería uno de los que se bautizaría.

El tiempo fue pasando y la gente comenzaba a marcharse. Damían se percató que ya era algo tarde y que al día siguiente debía levantarse temprano para ir a trabajar. Se despidió de los otros jóvenes entre abrazos y bendiciones. Quedaron que durante la semana se llamarían o escribirían.

Salió del recinto y comenzó a caminar hacia la parada del colectivo. Las calles estaban desiertas. Las estrellas brillaban pálidamente sobre un cielo silencioso. A medida que marchaba los murmullos de la iglesia iban volviéndose más ininteligibles. Las casas bajas desfilaban a sus costados y las ventanas de todas ellas estaban cerradas. Algunos perros ladraban al oír su paso.

Damián se dio cuenta, entonces, que la noche era muy fría.

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