Poiesis, Producción literaria

viernes, 16 de mayo de 2008

Entrelazados

Maximiliano Basilio Cladakis

Observa el infinito en silencio. Kilómetros de nieve y de rocas, de vacíos y de nada, se extienden por delante y por debajo de él mientras el Zonda arremete contra su cuerpo. Sus hombres se encuentran a un par de metros. La mayoría duerme, continuan durmiendo aún cuando hace rato que el sol está naciendo desde el lejano este. Podría enojarse y reprenderlos, pero no lo hace. Comprende que intentan reponer músculos en extremo fatigados, pues el viaje está resultando duro, más de lo que podría haberse imaginado.

- Encima la ulcera no ayuda, como así tampoco el asma- se dice a sí mismo al tiempo que lleva su diestra al estomago.Ayer había padecido cólicos muy fuertes y los pulmones sintieron el peso de un clima harto despiadado.

Hoy despertó algo mejor; sin embargo le quedaron secuelas, y la mayor de ellas era el miedo. En un momento había llegado a creer que moriría allí, en esos territorios olvidados. Si bien no temía perder la vida, le aterraba la posibilidad de dejar inconclusa su misión, una misión que le parecía, a decir verdad, más digna de un dios que de un enclenque enfermizo como él. “Convertir una tierra dividida y sometida, una tierra presa de las más terribles vejaciones, de la barbarie más cruenta, en un pueblo unido, libre, digno, verdadero soberano de sí mismo”. Estaba dispuesto a dar todo por ello, incluso ya había sacrificado su mismo honor al traicionar a la patria que lo había acogido de niño con brazos abiertos y que luego le otorgara el adiestramiento que ahora utilizaba en su contra.

- “Todo” tal vez no sea suficiente- piensa, a la vez que se aleja del precipicio y vuelve junto a los suyos.

A unos kilómetros de allí, en una choza de barro construida en un llano seco y sin vientos, otro hombre también observa el infinito. Frente a él, brillan dos pequeños y rasgados ojos. Estos se abren, somnolientos, sobre un montículo de piel curtida, color parda, con costras de suciedad y sangre coagulada, que recubre unos punzantes huesos por instantes afilados como cuchillas. En uno de los centenares de pliegues de esa masa informe se yergue una reabierta cicatriz libre ahora de los gusanos depositados por las moscas semanas atrás.- Gracias - le dice una voz aflautada que emerge del cuerpo mientras los ojillos adquieren un tono de sumisión devota.-

Descansá- responde él con una mirada de compasión que no puede evitar dar.

Se siente mal, culpable. Desde hace días se encuentra rondándole la cabeza una idea que lo atormenta y que por las noches no le permite conciliar el sueño. Sus viajes le han ido mostrando gradualmente la miseria en que se hallan esos seres protohumanos que habitan el continente. Hasta este momento no fue más que un soñador, un romántico aventurero que jugaba a la filantropía. Anteriormente pensaba que con la medicina podría bastar, pero no; ella se ocupa de curar a los hombres, pero de lo que se trata es de convertir en hombres “cosas” como la que está echada en esa miserable cama hecha de paja y cartón.

- Haría lo que sea, juro que lo haría, si supiera que es lo hay que hacer- se repite en silencio.

Sin embargo, en su foro más íntimo, sabe que ese no es el único problema. En el caso de encontrar el modo de transformar lo no-humano en humano , ignora si sería capaz de llevar a cabo dicha tarea. Por un lado, su salud es delicada y, al igual que el otro observador, sus pulmones suelen fallarle desde niño. Por otra parte, debería de dejar atrás su vida acomodada, incluso ir contra ella, convertirse en un traidor a su clase y a su abolengo.

- Tendría que cambiar mi identidad, olvidar mi actual nombre y adoptar uno nuevo, sin dobles apellidos y que nada tenga que ver con la aristocracia - Piensa, mientras se despide del aborigen y deja la choza.

Tanto el primer observador como el segundo se ven imbuidos en un abismo sin fondo, un abismo que los colma de una extraña mezcla de temor, dudas y esperanza. El infinito de cada uno es distinto, se encuentran separados por más de un siglo de distancia. Sin embargo en algún punto se entrelazan y vuelven a sus observadores compañeros de camino. En ese punto ciego, en ese instante ubicado en medio de la eternidad, San Martín y Guevara se aunan, se complementan, conforman una misma historia, una historia aún no escrita, una historia aún por realizarse.

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