Maximiliano Cladakis
- Es indecente, simplemente… es
indecente – dijo Marta, con cierto aire de indiferencia, como algo que ni
siquiera debía de ser dicho por su obviedad, mientras sorbía un trago de su té
con limón.
- Yo no lo entiendo... con Juan Carlos
le dimos todo - Respondió, algo
compungida ,María Estela, con la mirada perdida sobre la pantalla que se
elevaba a unos metros por encima de las mesas y a la que no prestaba ninguna atención.
- ¿Y yo que tendría que decir entonces?
Por Claudia nos sacábamos el pan de la boca, le pagamos la Universidad y
después se termina yendo con ese tipo…mejor no me hagas acordar…- replicó Marta,
indignada, aunque no parecía hablar con
su compañera de mesa, sino esencialmente consigo misma.
- Es así – suspiró María Estela con tono
resignado- Uno hace todo por ellos y, a cambio no le dan ni las gracias, al contrario,
parece que nos odian… Antes no era así, no era así…
- ¡Claro que no era así!- exclamó Marta,
con voz potente, abriendo expresivamente los ojos por primera vez en la tarde -
antes había respeto… y sobre todo ¡Decencia!
- Sí, tenés razón – asintió María Estela
bajando la mirada- Antes a los padres se los respetaba… Y no sólo una ¿sabés
cómo lo trataba Juan Carlos a mi papá? Como a un señor. Una vez…
- ¿A los padres? –La interrumpió Marta-
¡A todo el mundo se trataba con respeto! A las maestras, a los policías, a los
militares ¡Las cosas eran como deben
ser! Ya me estoy poniendo nerviosa…
- Sí, todo se vino abajo… en nuestros
tiempos la maestra era la Maestra, el
policía era el Policia, el militar
era el Militar…
- ¡Y ahora cualquier malcriado le pega a
la maestra!- Dijo Marta, casi gritando- ¡Y ni hablar de la policía! ¡Les pagan
un sueldo miserable y matan a cincuenta por día! Y después, si un policía se
defiende vienen los de los derechos humanos… ¿¿Y los derechos humanos de las
víctimas?? ¿¿Y los militares?? Es gente grande. Vos los ves y son caballeros.
No los dejan ni morir en paz… Cambiemos de tema… siento que se me sube la
presión y el médico me dijo que no tenía que ponerme nerviosa.
Hubo un momento de silencio. Marta aspiraba y expiraba profundamente,
mientras sus mejillas abandonaban el color rosa para regresar a la palidez
habitual. Su amiga volvía a clavar la vista en la pantalla. Los sócalos pasaban
una noticia tras otra de manera intermitente. Sin embargo, los aparatos estaban
silenciados, una radio que transmitía una música alegre y despreocupada ocupaba
el lugar de la voz de los periodistas. En la mesa de al lado, un grupo de hombres,
vestidos con camisa y corbata, que rondaban los cincuenta años, bebía champagne
y hablaba, por momentos a gritos, sobre temas que iban de los automóviles al
futbol, pasando por los negocios y las mujeres, mientras que, de tanto en
tanto, se intercalaban insultos esporádicos hacia el Gobierno Nacional.
- El otro día me cruce al hijo de Susana – dijo María
Estela, reanudando la charla, al tiempo que revolvía con una cuchara por
enésima vez su té.
- ¿Cómo anda?- preguntó Marta ya calmada
– Ese es un buen chico. Después de que se le murió el padre, se hizo cargo de
la fábrica … y a la madre la tuvo siempre como a una reina
-
Lo vi preocupado. Me dijo que andaba con unos problemas con los obreros. Con
este tema de que la AFIP los obliga a ponerlos en blanco, los números no le
están dando…
Marta esbozó una sonrisa de
resignación. Bebió el último trago de su té con limón y dejó la taza vacía sobre
el plato que estaba encima de la mesa
- Es así como está todo, te lo dije mil
veces, no dejan vivir a la gente decente.
María Estela asintió con la cabeza y siguió
revolviendo su propio té. De la mesa de al lado, uno de los hombres contaba,
con orgullo, cómo se había acostado con la mujer de uno de sus empleados.
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